lunes, 7 de mayo de 2007

Causas y tipologías del anti-ambientalismo español

Análisis social y cultual de discursos y actitudes eco-contrarios
 
Pascual Riesco Chueca
El Ecologista

Un aspecto muy marginado en los estudios ambientales en España es el de las fuentes de la corriente anti-ambiental. Y eso que de esta corriente deriva mucha de la hostilidad e indiferencia con que son acogidos los esfuerzos de las organizaciones de defensa de la naturaleza. Entender las razones de la impopularidad de lo verde es imprescindible para la comprensión del momento social y, también, para la orientación de la actividad ecologista.

Con gran pujanza viene creciendo en las sociedades occidentales una ola de resistencia contra las iniciativas ligadas al ecologismo y la conservación de la naturaleza. El anti-ambientalismo se nutre de diversos grupos e intereses que coinciden en denunciar el activismo ecologista como una desviación social esencialmente tendenciosa y maligna. ¿Cómo entender la a veces visceral ecofobia de nutridos sectores, tanto de ciudadanos de base, como de empresarios, funcionarios y gobernantes?

Es sorprendente la escasa atención concedida en nuestro país al análisis de la coalición discursiva anti-ambiental. Contrasta tal desinterés con la arraigada presencia de este tema en el debate ecológico en lengua inglesa. A partir de un análisis de la panorámica internacional a este respecto, el investigador australiano Tim Boston (i) muestra la complejidad de los frentes eco-contrarios, integrados por diversas estrategias y coaliciones, conscientes e inconscientes, que sólo tienen en común el recelo o la animadversión contra las iniciativas ecologistas. En coincidencia con el teórico Brian Tokar (ii), identifica un foco mundial de reflexión y argumentación anti-ambiental: el Congreso norteamericano, y sobre todo el partido republicano, de la mano de algunas de las compañías extractivas más poderosas del mundo.

No pretende esta nota, necesariamente breve, recorrer la abundante cosecha de textos (iii) donde se disecciona el anti-ecologismo –militante o por omisión– de las sociedades desarrolladas. Se ofrecen en cambio algunas muestras de la expresión argumental ecofóbica en España. Con tal fin, se desglosan los rasgos principales que acotan social y culturalmente las raíces del discurso eco-contrario. Para ello se pasa revista a algunos micro-relatos –story lines en la notación de Hajer (iv)–, unidades de argumentación que circulan como moneda de cambio en la discusión cotidiana sobre medio ambiente.

Ruralismo y ambientalismo

Hasta hace poco, España ha sido un país eminentemente rural; para muchos, ruralidad trae connotación de pobreza y atraso. Progresar, en el imaginario colectivo, es concepto monovalente, equivalente a dejar atrás un pasado estrecho. El ayer campesino es cada día más remoto, pero ello no evita que los colores dominantes en nuestra concepción de lo rural sigan siendo amenazantes o deprimentes. Políticos y creadores de opinión tienden a alabar ciegamente el progreso, entendido como marcha triunfal hacia el futuro. En aras al progreso, moldeado por consignas y propagandas, se da por bueno el sacrificio de las raíces, que para muchos son sólo tercermundismo: una esencia objeto de expurgo, con cuya extirpación se borra en parte la identidad del territorio y las claves de nuestra convivencia.

Paralelamente, sectores que mantienen conexión con el campo se suman a la hostilidad eco-contraria. Son frecuentes las declaraciones de cazadores y de agricultores, gremios a menudo totalmente urbanizados, descalificando lo que en su opinión es un insuficiente conocimiento del medio por parte de los ecologistas. Desde el cazador que dice “yo sí que sé andar por el campo” hasta el agricultor que recomienda a los ecologistas “que vayan a coger patatas y se enteren de lo que es eso”, se expresa una visión patrimonial de lo rural o de lo natural. En ambos casos, se está reclamando la dominancia de sendas funciones utilitarias: la caza, la agricultura; el campo sería, pues, para la escopeta o para el arado. Con ello se desdeña la aportación crítica de los que, al margen de cualquier disposición extractiva, salen a su entorno a respirar, contemplar y vigilar los procesos de transformación.

El ecologismo es un lujo que no nos podemos permitir

Formulación corriente en la discusiones sobre el entorno es ésta: gastar dinero en cosas ambientales estará bien, pero es cosa que compete a otras sociedades, las opulentas, como Alemania o EE UU, que, por cierto, ya han destrozado en el pasado su medio y por eso ahora, una vez enriquecidas, pueden permitirse caprichos como el restaurarlo. Según los postulados implícitos de este esquema, el orden histórico es: 1) explotar sin dar cuartel el medio natural; 2) como consecuencia de ello, hacernos ricos; 3) una vez instalados en el lujo, arreglar por vía cosmética los platos rotos de la naturaleza. Olvidan estos teóricos de la historia datos esenciales: ¿no es posible aprender de los errores cometidos por otros?; ¿es acaso comparable la potencia tecnológica (y por lo tanto, la capacidad destructora) del s. XIX y la de ahora?; ¿el bienestar ambiental no beneficia sobre todo a los más pobres?

Miradas cruzadas entre el campo y la ciudad

Nuestra cultura nunca ha sido particularmente inquisitiva en cosas naturales. Nótese la marcada diferencia con Gran Bretaña, donde la tradición de observar el medio ambiente es arraigada y tiende un puente desde la alta cultura hasta las prácticas humildes del herborizar, observar pájaros o cultivar la tierra; con acuñaciones casi intraducibles como birdwatcher o gentleman-farmer. A falta de ellos, se carece en España de correa de transmisión entre la acción ecologista y la vida privada. Al no existir fenómenos de masas filo-ambientales tales como la observación de aves, el ecologista es visto por el conjunto social como un cuerpo extraño, conspirador y potencialmente amenazante.

La cultura de salón o de tertulia en nuestro país ha solido instalarse ostentosamente de espaldas a la naturaleza. Todavía hoy es abundante el alarde urbanita, aun en individuos de educación esmerada, con jactancias del tipo “yo no distingo una malva de un alcornoque” o “sin asfalto, yo no soy persona”. Sigue teniendo prestigio social una cultura obtusamente de letras: el conocimiento de plantas, flores o animales no da lustre. De ahí que el paradigma relativista, tan en boga en los círculos de saber contemporáneos, adopte aquí perfiles de indiferentismo ambiental. La esfera pública, liderada por figuras con escasa formación y menor curiosidad en los temas naturales, se fatiga en rencillas regionales o pseudo-conflictos gobierno-oposición, sin detenerse en las grandes decisiones ambientales que asoman por el horizonte.

El falso dilema: patitos o personas

En los debates sobre medio ambiente se oyen a menudo frases de este tipo: a ver si van a ser más importantes cuatro bichos que las personas. El eco-contrario adopta aquí un recurso que desvela su deuda hacia la cultura de los machitos. Es sabido que el chulo es un perpetuo fabricante de conflictos y dicotomías excluyentes. En este caso, la estratagema consiste en enfrentar dos términos –fauna y sociedad, por ejemplo–, que no tienen, bajo ninguna lógica, por qué oponerse. Es escasamente racional obedecer a alternativas traídas por los pelos: “¿qué preferimos: cuadritos en el museo del Prado o puestos de trabajo para la gente?”, o “elige: o sales conmigo o te quedas en casa”. El creador de dilemas forzados pone los términos del duelo y espera que se enzarcen en pública palestra naturaleza contra humanidad. Pues no. Ni patitos ni personas: las dos cosas juntas.

Una variante del argumento es la defensa, enternecedora ciertamente, de los intereses de unos supuestos afectados que, sin falta, salen a la luz cada vez que se intenta aprobar alguna iniciativa ambiental. A menos que se legisle sobre los nimbos hiperbóreos, siempre habrá algún afectado: y si no lo hay, ya vendrá alguno a poner la mano. Por remoto que sea el lugar, montaña, playa, caverna o acantilado donde se pretende hacer algo de política de medio ambiente, será inevitable que aparezcan, airados y moralizantes, unos padres de la patria o empresarios u honrados labradores o pescadores que, curiosamente, estaban a punto de crear muchos puestos de trabajo.

Rejuvenecimiento social: la cultura del no-miedo

Lo instantáneo, lo fugaz, el consumo y los cortos plazos ponen marco a nuestra época. Son rasgos de una cultura de lo joven, en la que se percibe como disonancia todo gesto de precaución, de angustia ante el futuro o de simple miedo. Los mensajes ecologistas tienden, tal vez por defecto de diseño, a resaltar los aspectos negativos, la precaución, el temor a las graves consecuencias de la marcha del planeta. De ahí que, en el clima burbujeante e instantáneo de nuestra cultura, la mirada del ecologismo, preocupada y dirigida al futuro, no se integra bien. El miedo no tiene buen cartel; y los horizontes lejanos apenas se consideran objeto de acción política. Con estos mimbres se teje un cesto de rencor hacia el portador de malas noticias; y lo que hay de lúcido en los avisos sombríos del ecologismo es pasado por alto entre los fragores del presente.

Entre el consumo y la imagen

Siendo el consumo un conducto principal de interacción social, y la imagen su lubricante, no extraña que la crítica ecologista sea percibida como disonancia y deslealtad. El etiquetado territorial, que todo lo convierte en denominaciones de origen, digiere mal cualquier exposición realista sobre los procesos de deterioro del medio y sus productos. Así, quien divulga la contaminación en un paraje declarado oficialmente idílico está siendo desleal contra el pacto tácito destinado a blindar las imágenes impolutas que nutren el turismo y el consumo. Denunciar trastornos ambientales equivale pues a emitir contra-publicidad: y fruncirán el ceño los beneficiarios, reales o presuntos, del comercio.

Las falsas alarmas y su efecto paralizador

A esto se añade el efecto desmovilizador de los alarmismos excesivos. En un esfuerzo titánico para hacerse escuchar por un público abúlico, los ecologistas se han convertido a veces en pregoneros del apocalipsis, cargando sobre sus hombros predicciones negras que el tiempo ha desmentido: así ocurrió con los avisos de inminente agotamiento de las reservas mundiales de petróleo, o con algunas estimaciones desmedidas sobre el avance de la desertificación en el sur de España. Es particularmente difícil para el ecologismo encontrar un camino justo entre estos dos escollos: ¿cómo conseguir atención sin exagerar?; ¿cómo evitar la deslegitimación del falso profeta? Es verdad que no es tan fiero el león (de la debacle ambiental) como lo pintan: pero es león.

Hágase la naturaleza: la falsa providencia de la Administración

Por su parte, la clase política es amiga de sustituir la acción por la cosmética. El lavado de cara (greenwash) está a la orden del día. Si se va a hacer una autovía cruzando una zona lincera, pues se plantan unos arbolitos por aquí o por allá y todo arreglado. Cada vez es más frecuente el manejo político de la naturaleza como un aplique de quita y pon. Las fronteras de los espacios naturales se van corriendo según convenga; las denominaciones de origen sustituyen a los orígenes; y, como decía el difunto Reagan, un árbol vale lo que otro árbol, así que, si hay que talar un bosque maduro –por ejemplo, el Amazonas–, se plantan los mismos pies en cualquier lado y ya está. Con este frívolo simulacro, los gobernantes transmiten un mensaje falso: la naturaleza es un mueble, más o menos lujoso pero prescindible, que se instala o se desmonta sobre la marcha.

Surrealismo cotidiano: el empresario acusa al ecologista de lucrarse

¿Cuántas veces no hemos oído, de boca de algún meritorio constructor o algún prócer de la industria, la acusación “los ecologistas van a su negocio”? No pocos alimentan la sospecha de que detrás de los grupos ambientalistas hay conspiración, hay interés y lucro. Unas voces dicen que los ecologistas están a sueldo de la Administración; otras, que defienden oscuros intereses (eco-business), más o menos rocambolescos según la imaginación calumniadora. A juzgar por tales implicaciones, el que quiera forrarse debería abandonar los parqués del negocio y la trata, y no demorar en un minuto su inscripción en un grupo radical ecologista. Y llegaríamos a creer que los alborotos y cacareos ecofóbicos procedentes de la industria y la banca tienen su origen en el acendrado altruismo de sus mandamases. El mito interesado según el cual unos (los especuladores) crean empleo y otros (los ecologistas) lo destruyen es una losa sobre el ambientalismo español; una acusación infundada que tardará décadas en desmentirse.

Y así resulta que, en un contexto de debilitamiento progresivo de la función tutelar de los Estados, doblemente erosionados por la globalización y la descentralización, extensas capas de la población deciden volverse precisamente contra uno de los pocos frentes donde espontáneamente se plantea resistencia al abandono de la cosa pública: la defensa ambiental.

El falso punto medio y la radicalidad inventada

Otro recurso común es el recomponer el paisaje político inventando una pretendida radicalidad ecologista –que en España, simplemente, no existe– para, a continuación, decir con voz magnánima: “yo también soy ecologista, pero dentro de un orden”. Algún destructor ambiental de primera magnitud anda por ahí pavoneándose de que él es “el primer ecologista”. También los cazadores nos enternecen informándonos de que es por amor a los animales por lo que los matan, asemejándose en esto al marido maltratador que da palizas a su esposa para demostrarle cariño. Así pues, el eco-contrario suele asegurar que él está en el punto medio. Para dar consistencia a esta declaración de equidistancia, hace falta inventarse un espantajo: y se acuñan prototipos de circulación mundial: el eco-radical, un a modo de Tolstoi de luengas barbas, sandaliotas, piojos e inefables arrobos místicos; o, aún peor, el eco-terrorista. No hace mucho que alguien llamaba así –¿o llegó a usar el término “ecoetarra”? – a los responsables de plantar encinas en la plaza de Cuba de Sevilla.

La ignorancia de los ecologistas

Entre las clases profesionales, gremios de obras públicas, industria y derecho, son frecuentes los desdenes; los ecologistas son tan ignorantes…: no entienden las sutilezas de la ciencia ni las valentías de la técnica. Sorprende que de repente la acción política –y acción es, más que otra cosa, la lucha ecologista– requiera títulos y cualificaciones; ¿para votar hace falta diploma? Sorprende también lo rigurosos en materia científica que se ponen de repente algunos cuando les conviene: hasta vemos al propio Bush transmutado en un fino apreciador de las elegancias de la física, que exige demostración matemática para creer que el cambio climático es cierto.

Y escandaliza que, precisamente, sean a menudo cuerpos y cuadros de funcionarios del Estado los que emiten tales juicios despectivos; cuando es el Estado quien debería agradecer los ahorros en plantilla, en estudio y en vigilancia que le supone la acción tutelar de las organizaciones ambientalistas. No pocas veces hemos visto al jefe de negociado –que cada vez que sale al terreno va con dietas, en horas de trabajo y con coche oficial– vituperando desde su poltrona los pobres esfuerzos de ecologistas, a los que probablemente habrá tocado hacer investigación de campo con su coche propio, en horas sacadas a su tiempo libre y pagándose los costes.

La fiesta de la rapiña colectiva y el ecologista aguafiestas

Se ha hablado mucho del anarquismo ibérico y del carácter presuntamente indómito atribuido a los peninsulares. Poco de esto va quedando: entre el fisco, los controles de velocidad, los alcoholímetros, las denuncias entre vecinos y las ordenanzas municipales, el cerco se va estrechando y el ciudadano entra, de buen o mal grado, en cintura. Pero si hay un ámbito de anarquía, donde cada uno hace lo que le viene en gana, éste es el de la trastienda rural, los intersticios y finisterres apartados de la trama y los nudos de la red de vigilancia social. Allí crecen como la espuma las urbanizaciones ilegales, las alambradas, los venenos contra alimañas, los expolios arqueológicos, la caza furtiva, el chaletito autoconstruido, el fraude de subvenciones, los pozos clandestinos para explotación de acuíferos, las talas de arbolado de ribera, los incendios forestales, los derribos y las escombreras.

Es posible que a través de este desorden consentido, el ciudadano se resarza de sus infortunios o humillaciones en la oficina, en el atasco, la multa o la declaración de Hacienda. Es como si, parafraseando a Rousseau, se hubiera fundamentado un nuevo contrato social en la rapiña de la naturaleza. El caso es que, en este alegre saqueo colectivo, sólo una voz disonante se deja oír: la denuncia ecologista. Y esto explica la profunda paradoja siguiente: el activista ambiental, defensor de lo público, la naturaleza, el paisaje, el clima, que son de todos, es contemplado como enemigo público. ¿Por qué?: porque ha osado turbar el gran festejo de la eco-rapiña, en el que, de lleno o de refilón, todos participamos.

A modo de conclusión

Lo anterior, necesariamente abreviado, no agota el problema. Infelizmente, la sociedad sigue considerando la acción ambiental un lujo aplazable. Se está de acuerdo en adoptar medidas de protección ecológica, pero con dos condiciones: que no cuesten dinero y que no supongan renuncia alguna para nadie. ¿Qué política se puede hacer sin sacrificio de ningún interés? Se tiende a remitir lo ambiental a una lejanía vaga, allí donde no hay densidad social. Pero que no se nos ocurra poner límites a los juegos de interés apremiantes: el chalé, la caza, el lucro agrícola, la carretera, el negociete. Que alguien se atreva a truncar intenciones, aunque sólo sea de forma teórica: verá salir de su interlocutor el dóberman que todos llevamos dentro. Mientras tanto, más allá de exquisiteces intelectuales de urbanitas eco-indiferentes y de rudezas peseteras de amigos del lucro, el territorio acumula en su exilio las mil derrotas del olvido.

* Pascual Riesco Chueca, Ingeniero industrial, Universidad de Sevilla

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