sábado, 27 de junio de 2009

Somos mayoría

Claudia Ruiz Arriola
24 May. 09


Decía Unamuno que en el mundo hay dos tipos de personas: las que todavía buscan y las que creen haber encontrado. Algo similar ocurre en política, donde los ciudadanos podemos dividirnos en dos grupos.

Según la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas, de un lado está el 4 por ciento que todavía cree en alguna ideología o caudillo, por lo que milita en un partido, acude a los mítines de sus héroes y está dispuesto a darles su voto. Del otro lado estamos el 96 por ciento de ciudadanos que tenemos claro que las "diferencias" entre los partidos y candidatos son sólo epidérmicas, pues la única "ideología" de la que es capaz la clase política mexicana es la demagogia, la transa y la conveniencia personal.

Este segundo grupo, que está harto de ver cómo elecciones van y vienen y la seguridad, la economía, la legalidad y la justicia siguen desplomándose mientras los funcionarios públicos se despachan del erario con la cuchara grande y -no conformes con ello- se convierten en socios y patrocinadores de todo tipo de delitos y fraudes, es mayoría.

En este grupo militamos quienes ya sabemos que los buenos propósitos de los políticos -tipo "adelgazar el gasto del Congreso"- duran lo que la dieta de la semana; quienes consideramos una grotesca burla que los dirigentes de los partidos nos digan que "harán todo lo posible" para que no se les cuelen narcos y cleptómanas de supermercado a los cargos públicos; los que estamos hartos de ver cómo la justicia se vende al mejor postor, cómo los custodios de los penales traicionan a la Patria, cómo los secuestradores extorsionan y matan con la total anuencia de jueces corruptos y corporaciones policiacas infiltradas; los que consideramos que el trabajo honesto -y no el odio de clases- es la solución a nuestros problemas. Y somos mayoría.

Pero somos una mayoría complaciente, apática y pusilánime. Salimos, si bien nos va, a votar o a marchar una vez al año; nos quejamos en la sobremesa con parientes y amigos abonando el clima de desilusión e impotencia que nos permite excusarnos de tratar de hacer algo por el País (se nos olvida la estrategia yugoslava: quéjate con alguien que pueda ayudarte); nos burlamos, desconfiamos o descalificamos de antemano los tímidos intentos de organizar la sociedad civil al margen de los caciques y sus partidos; desoímos los llamados de solidaridad para proteger a los institutos ciudadanos (IFAI, IFE) de los que depende la buena marcha de la democracia. Al parecer estamos hartos, pero no lo suficiente como para hacer algo. Y ésa es nuestra perdición.

Somos mayoría a la hora de quejarnos, minoría a la hora de exigir cambios con seriedad, ahínco y perseverancia. Estamos hartos a la hora de criticar, pero al proponer se apodera de nosotros esa conducta que es propia de siervos y esclavos, no de ciudadanos. Se nos olvida que las insólitas dimisiones que se están dando en Inglaterra debido los (para nosotros) miniabusos del Parlamento no responden a la decencia de los políticos británicos, sino a la nula tolerancia de los electores ingleses con partidos y políticos abusivos.

En este triste panorama aparecen, cual brotes de tierna hierba en el pavimento, un par de iniciativas ciudadanas que vale la pena considerar para hacer sentir el peso de nuestro hartazgo en las próximas elecciones: uno de estos movimientos pide simplemente que vayamos a votar vestidos de blanco en señal de rechazo a los colores partidistas, a la inseguridad y al cinismo que vivimos; el otro solicita dar a los políticos nulos una cucharada de su propio chocolate y en vez de abstenernos (lo que sería apatía), anular el voto a modo de rechazo activo y deliberado a todos los cárteles políticos que se adulan llamándose partidos.

Es cierto que ninguno de los dos movimientos va a lograr de golpe y porrazo que los políticos se conviertan en dechados de virtud (para eso se necesita un milagro marca Yahvé), pero es igualmente ingenuo pensar que el cambio va a iniciar con ellos. El cambio inicia con nosotros. Y estas iniciativas convierten las elecciones próximas en un reto para demostrar si nuestro hartazgo es lo suficientemente profundo para generar la masa crítica de ciudadanos que el País necesita o si, pese a las pestes que a diario les echamos, los mexicanos somos los felices lacayos de nuestros prepotentes amos.

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