No nos importó viajar un viernes por la tarde y enfrentar el tránsito del DF. La idea de pasar el fin de semana en San Miguel de Allende parecía terrorífica
JESSICA SERVÍN
EL UNIVERSAL
DOMINGO 20 DE SEPTIEMBRE DE 2009
SAN MIGUEL DE ALLENDE, Gto.— Está a 274 kilómetros de la capital y no te extrañes si eso es motivo de discusión entre los que van de camino. En todo caso lo único que se tendrá que resolver es quién será el que maneje. “Que absurdo, pero si sólo son unos kilómetros”. Sí pero a eso hay que sumarle las dos horas del Periférico.
Ni modo, hay que aguantar, porque qué ciudad es capaz de que al minuto de estar en ella te convenza de que la única actividad a la que le rendirás devoción será sentarse en su plaza, comer un elote con limón y ver pasar el mundo al ritmo del Bajío.
La respuesta es sencilla, San Miguel de Allende, donde no existe la prisa y ni te molesta que cada 30 minutos las campanas de la Parroquia de San Miguel de Arcángel sean tocadas. Sus calles empedradas, su arquitectura heredera del barroco y esa combinación de mexicanos y estadounidenses que habitan cada esquina de esta tierra, te transforman. Te hacen pensar sobre el lugar donde uno quiere morir, como lo hizo Neal Cassady, el “héroe secreto” de los poemas de Allen Ginsberg.
¡Sssh! ya hemos iniciado. El mejor momento para llegar es de noche. Cuando al dejar las maletas en el hotel se baja hacia el Teatro Ángela Peralta y no se entra, no, se va directo al bar Tío Lucas que está enfrente.
Te sientas y te acostumbras a la iluminación ocre. Pides un vino tinto y relajas los oídos para recibir los primeros acordes de jazz.
Al salir, caminas un par de cuadras a la derecha y el hijo pródigo de San Miguel, don Pedro Vargas, es interpretado por un mariachí en el Jardín Principal. Sí, estás en territorio mágico.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario