La necesidad de proteger los recursos naturales para lograr un desarrollo económico y social sustentable es evidente. Los recursos pesqueros y la deforestación representan buenos ejemplos: si no se ponen límites en la pesca o en la tala de bosques, el recurso se acaba y a la larga todos salimos perdiendo
Mario Molina*
El Universal
Martes 06 de marzo de 2007
Las prioridades más reconocidas e inmediatas para México incluyen la seguridad pública, el combate a la pobreza, la generación de empleos y la consolidación del estado de derecho. Sin embargo, hay otras prioridades, como la educación y la protección al ambiente, que requieren de una visión de largo plazo.
La necesidad de proteger los recursos naturales para lograr un desarrollo económico y social sustentable es evidente. Los recursos pesqueros y la deforestación representan buenos ejemplos: si no se ponen límites en la pesca o en la tala de bosques, el recurso se acaba y a la larga todos salimos perdiendo.
Este problema está relacionado con "la tragedia de los comunes". El ejemplo clásico para ilustrar el dilema es el de un pueblo en el que cada familia es propietaria de su ganado, pero comparten los pastos para alimentarlos. A nadie le conviene reducir el consumo de los pastos comunales; la mejor estrategia para el éxito de cada familia en el corto plazo, hagan lo que hagan los demás, es hacer uso de los pastos sin limitaciones. Es fácil deducir que el resultado final de esta práctica es la desaparición de los pastos.
Existen por lo menos dos soluciones al dilema. La primera consiste en que los pastos se dividan en parcelas y en que a cada familia se le asigne el derecho al uso exclusivo de una parcela. La segunda solución consiste en que las familias se pongan de acuerdo a través de las autoridades del pueblo para que se establezcan leyes que limiten el consumo de los pastos comunales. Además, es necesario organizar un sistema de vigilancia para que se cumplan esas leyes. La primera solución no es aplicable para recursos como la atmósfera, los océanos y las áreas naturales protegidas. Para administrar eficientemente estos recursos comunes es indispensable la intervención de las autoridades gubernamentales.
Hay otras perspectivas sobre ese tipo de dilemas. Una de ellas es lo que los ecologistas denominan "sobreuso-y-colapso" (overshoot-and-colapse, en inglés): cuando la demanda excede el rendimiento sostenible de sistemas naturales a nivel local, el sistema se colapsa. Un ejemplo es lo que pasó en la Isla de San Mateo, en el Mar de Bering: en 1957 se introdujeron 29 venados a la isla; en 1963 había 6 mil, y en 1980 no quedaba ninguno, pues se habían acabado el liquen que los alimentaba. Un fenómeno parecido ocurrió con la población humana en la Isla de Pascua, y hay varios otros ejemplos bien documentados de civilizaciones que desaparecieron por problemas ambientales.
Otra manera de analizar el problema consiste en considerar los costos relacionados con el uso de los recursos comunes como "externalidades" que se deben incorporar a la economía. Una pregunta clave es quién paga esos costos; si se trata, por ejemplo, de limitar la emisión de contaminantes que afectan al medio ambiente, un principio lógico es "el que contamina paga"; de otra manera, la sociedad subsidia la contaminación.
Así pues, para tener un desarrollo sustentable se requiere que la sociedad establezca leyes para controlar los recursos comunales, y que proporcione los recursos necesarios para administrarlos adecuadamente. El desarrollo sustentable es ampliamente justificable por razones de crecimiento económico eficiente y duradero. Además, es justificable por razones éticas: tenemos la responsabilidad de heredar a las generaciones futuras un entorno igual o mejor que el nuestro.
¿Por qué, pues, es tan difícil en la práctica implementar las soluciones adecuadas, particularmente en nuestro país? Examinemos un ejemplo: la contaminación de aire y el congestionamiento de tráfico en la ciudad de México, problemas muy relacionados entre sí. Actualmente, uno de cada cinco habitantes de la ciudad tiene automóvil, y la tendencia es que cada vez más habitantes adquieran un automóvil. Al aumentar el tamaño de la flota vehicular el congestionamiento empeora rápidamente. La solución más plausible consiste en mejorar significativamente el transporte público, y al mismo tiempo imponer restricciones al uso del automóvil privado, por ejemplo, elevando el costo del estacionamiento en ciertas partes de la ciudad; estableciendo carriles exclusivos para el transporte público; creando un impuesto ambiental relacionado a las emisiones de contaminantes; elevando el precio de la gasolina; etcétera.
Un problema muy serio relacionado con la restricción al uso del auto particular es que la mayoría de la gente que posee un automóvil está convencida de que tiene el derecho a usarlo sin restricción alguna. Los automovilistas se resisten a que se eleven los costos de la compra y uso de vehículos automotores (esto es, los impuestos o los costos de gasolina, estacionamiento, verificación vehicular, etcétera), sobre todo si piensan que sus recursos los utilizará el gobierno con muy poca eficiencia y para fines que no los benefician directamente a ellos. No perciben con claridad la ventaja de ponerse de acuerdo, a través de políticas y acciones de gobierno, para que todos salgan ganando. Tampoco perciben el costo real de usar el automóvil (que incluye construcción y mantenimiento de vialidades, pagos a la policía de tránsito, etcétera), ni el costo que representa la enorme pérdida de tiempo ligada al congestionamiento o el daño a la salud pública ocasionado por la contaminación, que incluye, por ejemplo, mortalidad inducida en gente vulnerable y limitación en el desarrollo de la función pulmonar en los niños. Todo esto influye fuertemente en los funcionarios de gobierno, que tienden a posponer la aplicación de medidas para enfrentar esos problemas, por ser poco populares.
¿Cómo resolver el dilema? En principio, el gobierno puede imponer impuestos siempre y cuando estén muy bien justificados. Lo que es aún más importante es que puede recabar recursos a través del cobro de derechos o sobreprecios marginales (como sucede con la gasolina, estacionamiento, verificación, etcétera), con la ventaja de que estos recursos se pueden destinar a gastos específicos relacionados con mejoras en la vialidad o en la calidad del aire, lo que le permite demostrar la aplicación eficiente de esos recursos. En este caso es justificable aplicar el principio de que "el que contamina paga", o en su caso "el que congestiona paga". Una objeción podría ser que considerando a la gente que posee un auto particular, aquellos con menos recursos se ven más afectados. Sin embargo, esta situación se puede compensar, por ejemplo, subsidiando el transporte público. Lo que es claro es que no hay justificación alguna para subsidiar la contaminación o el congestionamiento, permitiendo, por ejemplo, que sólo por el hecho de que pertenezcan a gente con pocos recursos circulen automóviles altamente contaminantes o que circulen sin pagar los costos asociados con el uso de las vialidades.
En resumen, el reto para resolver problemas del medio ambiente o de congestionamiento de tráfico es formidable y requiere de un liderazgo de muy alto nivel. Este esfuerzo debe ir asociado a una comunicación efectiva con la población en general, así como con los tomadores de decisiones dentro del gobierno y el sector empresarial. Es muy importante contar con la colaboración de la sociedad y esto requiere de transparencia y rendición de cuentas, para garantizar el buen uso de los recursos económicos recabados por el gobierno. Además, es indispensable comunicarle con claridad a la sociedad que el postergar la solución de esos problemas acabará siendo mucho más caro para todos que empezar a resolverlos de inmediato.
* Premio Nobel de Química 1995
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