Vanessa Tello
Todas las leyes de la naturaleza para el uso de cada individuo se someten a las leyes intelectuales; y éstas se forman por medio de la palabra. El estudio de un instrumento tan poderoso como es el lenguaje, constituye el objeto de la literatura.
Ignacio Ramírez
Introducción
El movimiento romántico adquirió fisonomía propia en la América Hispánica. Antes que nada, en su bagaje de reglas neoclásicas, nuestros románticos intentaron realmente deshacerse de todo canon. No quiere decir que siempre lo consiguieran de un modo claro. Nuestros poetas creyeron simplemente que se habían emancipado de la “limitación de los modelos”, y que el campo de sus temas se había ensanchado, lo mismo que su vocabulario y su repertorio de formas métricas. Pero además, habían adoptado un nuevo estilo emocional de composición y desarrollo en lugar de su técnica racional de los neoclásicos.
El romanticismo fue en Europa la literatura de la rebelión: rebelión contra la opresión política y en favor de la libertad; en ocasiones, también rebelión contra la sociedad misma. Después, los problemas sociales y políticos dejaron de ser poéticos; el poeta prefirió vivir en el aislamiento, en su propio mundo de imaginación y de sentimiento.
Para los románticos, la mitología dejó de ser el marco del universo pero, al mismo tiempo y como un deber al nuevo culto de la imaginación y de la emoción, abandonaron también el intento de alojar su poesía dentro de un mundo construido con los materiales de la ciencia moderna
El romanticismo desarrolla contradictorias aspiraciones de búsqueda de la identidad y afirmación nacional, por un lado, y de europeizada modernización, al mismo tiempo, por el otro. En la comprensión del romanticismo hispanoamericano operan, simultáneamente, la orientación hacia el mundo propio y la representación pintoresca de niveles medios y aun bajos de la realidad americana con la adopción particular e idiosincrática de las manifestaciones del romanticismo europeo.1
Para Henríquez Ureña, el “descuido” de los románticos se “hizo moda” pues se sintieron libres de poder alterar las palabras para acomodarlas a las necesidades del acento o de la rima. La anarquía tan frecuente en la literatura como en la vida pública, y la intranquilidad política era otra causa de precipitación y descuido. Se dejaba que la inspiración lo santificase todo.2
Pero también hubo poetas que siguieron siendo, en parte, clásicos. Llamar neoclásico o académico a algún autor expresa que su voz mantiene la arcadia académica como supervivencia de la educación humanística de la Colonia y que a partir del siglo xix fue sustituida por el academicismo, el que siguió manteniendo su cauce más o menos cercano al del romanticismo. Dicha mezcla, salvo en contados ejemplos, desautoriza la clasificación de poetas en exclusivamente románticos o clasicistas. La mutua ósmosis impide semejante separación de escuelas, las cuales se confunden, a veces, hasta el grado de que poetas de apariencia clásica tienen romántica la mentalidad y viceversa.3 Es éste el caso de Carpio y de “El Nigromante”.
Biografía anímica de Ignacio Ramírez
De su pluma se conserva cerca de un centenar de poemas, de los que más de la mitad son fragmentos o apuntes por desarrollar. Los versos más antiguos son de 1846, cuando contaba con 28 años e hizo en El rapto una estampa costumbrista. Los más tardíos son de 1876, ya con 58 años cuando, sintiéndose caduco, escribió el soneto El amor. Entre estos extremos son destacables, dentro de su obra, las meditaciones morales en que expuso sus ideas materialistas, el ciclo de poemas dichos en las conmemoraciones de la Asociación Gregoriana entre 1867 y 1872, los hermosos poemas de viudo desvalido escritos después de la muerte de su mujer, Soledad Mateos, y aquellos cuyo tema fue el del enamorado viejo los cuales dedicó a Rosario Peña entre 1872 y 1876.
Político, orador, poeta, de clara inteligencia y con un temperamento fanático por la pasión agresiva, Ignacio Ramírez hizo una religión de su audacia que asustaba a sus mismos partidarios. En el arte, en cambio, resulta más conservador que sus enemigos políticos.
Ignacio M. Altamirano nos pinta de este modo a Ramírez:
Su temperamento altivo, orgulloso e irónico; sus ideas materialistas a ultranza; su fervor por sus correligionarios caídos y su odio contra sus enemigos políticos; su desdeñosa superioridad intelectual; el prestigio y ascendiente de que disfrutaba en su medio, y el haberse enamorado —viudo, pobre y viejo— de una musa demasiado solicitada, todo este conjunto de circunstancias, favorables y desfavorables, se manifiesta en la pluralidad de sus escritos. Lo más eximio de su producción es clásico, pero en esa contextura hace sonar la nota romántica.
La mayor parte de la obra poética de “El Nigromante”, atendiendo a su contenido estético, es mediocre. Su arte, sujeto al servicio político y antirreligioso degenera en oratoria, prosaísmo. Su producción erótico-romántica no supera, en general, al estilo usual de su tiempo.5
Lo que es innegable es que fue un hombre presto a la efusión y a estampar en la letra sus sentimientos. Por eso, quizás, lo retraten con mayor nitidez los poemas breves en los que dejó sus alegrías y sus penas, sus esperanzas, sus amores. El poema, entonces, le sirvió como vehículo para desnudarse y confesarse, para entregarnos el reflejo de su propio drama.
Hombre de realizaciones extremadas, su vida la ocupan, sobre todo, el ideal, la pasión, la política y la meditación.
Los aciertos y extravíos provienen de su exaltación y súbitos reflejos. Las emociones, las crisis frecuentes, quedaron en los versos como el testimonio por excelencia de que escribía bajo el imperativo de la inspiración:
¿Por qué, Amor, cuando espiro desarmado,
De mí te burlas? Llévate esa hermosa
Doncella tan ardiente y tan graciosa
Que por mi oscuro asilo has asomado
Al inerme león el asno humilla
Vuélveme, amor, mi juventud, y luego
Tú mismo a mis rivales acaudilla6
“El Nigromante” y su idea de muerte
En el siglo xix sólo eran aceptadas en América las ideas filosóficas que tenían una inmediata aplicación política o social. Esto ocurrió precisamente con la intensa campaña anticlerical realizada por el grupo de políticos que lidereó la Reforma: Altamirano, Riva Palacio, Prieto, Lerdo de Tejada, Martínez de Castro y, por supuesto, Ignacio Ramírez.
El ideal de libertad, el afán de romper con todas las normas del pasado, el individualismo anárquico que por todas partes se manifestaba, son, lo mismo en lo político que en la literatura, tendencias características del romanticismo.
El materialismo y otras doctrinas que encontraron entusiasta aceptación en México, fueron acogidas más por lo que negaban que por lo que afirmaban y fueron empleadas como armas políticas para destruir las ideas tradicionales. Para los mexicanos no significaron tanto una nueva concepción del universo y de la vida humana como un conjunto de argumentos para combatir la religión, la metafísica, todo aquello que se consideraba ligado con el régimen de la Colonia.
Ignacio Ramírez contribuye a difundir el materialismo y el ateísmo, que, a la sazón, hacían sentir su influencia en el campo de la literatura, incluso en la propia lírica.
Samuel Ramos afirma que “El Nigromante” simboliza una de las encarnaciones más típicas del espíritu mexicano de rebeldía.
Sincero y activo jacobino que hizo pública profesión de su ateísmo con estas palabras:
No hay Dios; los seres de la Naturaleza se sostienen por sí mismos.
De este modo, Ramírez desenvolvía una teoría completamente nueva, y deduciendo de
Representando así al ideólogo que tiende a utilizar las doctrinas como instrumento de la negación, Ignacio Ramírez no fue propiamente un filósofo sino un literato y orador lleno de pasión y de ironía9 que no se detuvo ante lo inmediato y circundante, tomando también como tema de sus poemas las grandes cuestiones metafísicas: la vida, la muerte, la eternidad...
Y esto, ¿existencia se llama?
Roto, empañado cristal
Que fue espejo, manantial
Que en la arena se derrama;
Fuego que humea sin llama;
¡Como mi polvo no alfombra
La sepultura, me asombra!
Pero no opondré a la suerte
El escudo de la muerte:
¿Para qué? Soy una sombra.10
Este querer sobrepasar los límites cercanos respondía también a lo esencial del alma romántica. Pero el límite máximo, la muerte, no es sólo para Ramírez el fin de su corporeidad, sino también el fin de su ser, de su existencia y de todo cuanto le da “forma”.
Ramírez plantea el problema de la muerte en el sentido del abandono del cuerpo, asumiendo por un momento la actitud del muerto futuro que todos seremos y, con sus ojos, contempla a los que van a contemplarlos:
¿Qué es nuestra vida sino tosco vaso
cuyo precio es el precio del deseo
que en él guardan natura y el acaso?
Si derramado por la edad le veo,
sólo en las manos de la sabia tierra
recibirá otra forma y otro empleo
Cárcel es y no vida la que encierra
privaciones, lamentos y dolores;
ido el placer, la muerte, ¿a quién aterra?
Madre Naturaleza, ya no hay flores
por do mi paso vacilante avanza;
nací sin esperanza ni temores,
vuelvo a ti sin temores ni esperanza.11
Ignacio Ramírez habla del cambio como el único rasgo permanente del universo y del espíritu humano, como mera llama fugaz que desaparece con el cuerpo, expresando sus ideas materialistas en un lirismo desolado y altivo:
Otro poema de esta índole, aunque más inclinado a la reflexión filosófica, es El hombre-Dios, escrito en tercetos en 1866. Es una pura exposición de sus ideas materialistas, reflejo del escepticismo y exaltación de la materia con algunos rasgos satíricos:
Todo tiene su ley en este mundo,
Ya sol, se eleve al estrellado cielo,
Ya arena, caiga al piélago profundo.
Natura hizo esta ley, y no una vieja;
Y en vista de esta ley, sereno fallo
Que el Hombre-Dios no pasa de conseja
Bien pudo un sabio con traviesa mente
Figurarse una cosa sin figura
Y escribirle: “soy Dios”, sobre la frente.
Mas la sustancia pura, ni la impura,
¿Se han desnudado nunca ante el humano?
¿Quién sabe cómo tienen su natura?
¿El polvo vil disfruta esa potencia
Que con su agitación en tierra y cielo
De un espíritu anuncia la presencia?
“Un puñado de polvo, que del suelo
Cualquier patán levanta, ¿de qué suerte?,
Como bandada de ángeles, el vuelo
¿Puede armar? ¿La materia no es inerte?
¿No siempre ha proclamado el universo
Que quien dice materia, dice muerte?...”
Ya señor, ya juguete del destino,
A perderse en el sepulco un día;
Ya es buenas noches, ¡oh mortal divino!
Y Ramírez remata sus tercetos con una declaración, practicamente autobiográfica, en cuanto a su irreligiosidad y ateísmo:
Yo que en prodigios nunca llevo en cuenta
El testimonio ajeno, ni el del Papa,
No veré al Dios si no se transparente
Como la luz que de un farol se escapa.12
Así, el poema es una afirmación de las ideas de nuestro poeta, de su ateísmo, de su “fe” en la materia (la existencia de la sustancia se manifiesta sobre todo en los cuerpos... La sustancia es un principio y una causa13), y la constante alusión a la inexorable finitud de ésta, la muerte, de la que como él mismo afirma: Ni todo un dios le volverá a la vida.14
La muerte, se vuelve un tema casi obsesivo en su vejez, y su poesía hace constante alusión a ella:
¿Sabéis cuál es el puerto, del camino
Qué llevamos? La tumba, ya naufraga
Nuestra nave; en astillas cae el pino;15
Se siente viejo, de algún modo hasta decrépito, mucho más cerca de la muerte que de la vida, y se lamenta por no ser ya capaz, dada su edad, de cuanto podía hacer cuando era joven, aun cuando sigue siendo un ser humano con deseos:
No mi fuerte corazón
En la desgracia se abate;
Con fiebre juvenil late
Al fuego de una pasión.
Al brillo de una ilusión
Hacia mis labios se lanza;
Y en su atrevimiento alcanza
Ciencia, fama, poesía;
Todo él guarda todavía,
Menos amor y esperanza
Son los suyos versos tristes, sin esperanza, casi se asume muerto sin estar en la tumba. En el primer párrafo, el viejo —que es como se considera— ha perdido todo, hasta la esperanza de vida, haciendo de la muerte no más que el inexorable fin que a su cuerpo —viejo y cansado— le aguarda y que, de algún modo, ansía.
En otro de sus poemas, el poeta critica también la fe de los creyentes que lejos de salvarlos los somete a la voluntad clerical y los aleja de su libertad.
Supersticioso a todo pueblo vemos
Con la ayuda de un Dios juzgarse fuerte;
Nosotros solamente invocaremos
La indignación, la pólvora y la muerte.16
Pero, ¿qué podríamos pedirle a un hombre que, como Ramírez, no creía más que en el intelecto y la materia? Si su sola razón era su fin y su argumento:
Más altas, es verdad, son las regiones
Donde vaga el fecundo entendimiento,
Y más que otro animal, tú, hombre, dispones
De ese social, espléndido elemento;
Él, con la voluntad y la memoria
La cabeza escogió por aposento;
Él manda en la palabra, ésa es su gloria;
Pero imparcial y asustadizo ordena
Cuando no puede, la pasión, su historia.
El espacio que tiene circunscrito
Tal vez traspasa y gobernar pretende;
Al hombre, cual si fuera granito
Del afecto más leve le desprende;
Proscribe los placeres y dolores;
Y un informe deseo en el alma enciende.
Nacen entonces los adoradores
Del suicidio moral, y la natura
Entre sus hijos ve sus detractores.17
Nada de trascendencia ni vida ultraterrena; nada tampoco de omnipresencia divina: el hombre es dios para sí mismo y su vida adquiere pleno significado en su limitación.
Como afirma Larroyo, Ramírez fue un negativista furibundo, enemigo de todas las instituciones y transigiendo con las más avanzadas (...) sarcástico, cruel, duro e inexorable, pulverizando con su frase una serie de argumentos demoliéndolo todo con la risa de Voltaire.18
Conclusiones
En general, el romanticismo hispanoamericano fue un romaticismo proyectado hacia afuera. Hubo sentimiento lírico pero se quedó, sobre todo, en la efusión erótica y en el dolor. Hubo también una poesía de noche, pero se quedó más en lo externo que en la penetración onírica, en el desnudar del inconsciente y en el mundo de los mitos y las relaciones mágicas. Pero uno de los temas (no exclusivamente romántico pues puede encontrarse a lo largo de toda la historia de la literatura) más socorridos es el de la muerte.
Para el romántico, la muerte se daba siempre en situaciones desgraciadas, trágicas, se refería casi siempre a la del amado, o la amada, siendo pues, sus obras, grandes odas de dolor y ausencia con un tinte melodramático.
La poesía de Ignacio Ramírez, aquella de tono sepulcral, no se refiere (en su mayoría) a la muerte “de otro”, sino que le sirve de reflexión sobre su vejez y, por tanto, de la cercanía de su propia muerte; de la finitud de la materia, que es como Ramírez considera a su cuerpo. En ella también se manifiesta ante la imposibilidad que le brinda su intelecto de pensar en un Dios, del que reniega ferozmente, o en una vida ultraterrena.
Pero es en esta meditación sobre el fin inexorable de su cuerpo en la que Ramírez desnuda su alma poética, y más allá de exponer sus ideas filosóficas nos muestra a un hombre profundamente angustiado y agobiado por su vejez, por el paso de los años que le ha robado la juventud y con ella las oportunidades. Ha logrado fama, conocimiento, sabiduría, pero eso, lejos de traerle esperanza (que sería para él la vida), le trae un profundo sentimiento de soledad que lo arrastra cada vez más rápido hacia la tumba.
Quizá su erudición y su eclecticismo literario lo hacen un personaje diferente a sus contemporáneos; su poesía “íntima” se aleja tanto de los cánones románticos como de los clásicos, e incluso de los nacionales, brindando en ella su muy personal idea de opuestos como vida-muerte y juventud-senectud, insertando una búsqueda personal en cuanto a la temática de su poesía se refiere.
No se puede decir que la poesía de “El Nigromante” haya traído a las letras mexicanas una nueva ideología o que haya revolucionado por completo la literatura nacional, lo que sí se puede afirmar es que no se ha hecho una valoración real de su obra pues, si bien no es en su totalidad una “obra maestra”, hay en ella un gran sentimiento y un trabajo erudito dignos de admiración.
Bibliografía
Altamirano, Ignacio M. La literatura nacional, México, Ed. Porrúa, 1949.
Obras completas ii. México, sep, 1988.
Carrilla, Emilio. El romanticismo en la América Hispánica, Madrid, Biblioteca Romántica Hispánica, Editorial Gredos, 1958.
Goic, Cedomil. Historia y crítica de la literatura hispanoamericana. Vol. II, “Del Romanticismo al Modernismo”, Páginas de filología, Dir. Francisco Rico, Barcelona, Editorial Crítica, 1991.
Henríquez, Ureña, Pedro, Las corrientes literarias en la América Hispánica, México, Fondo de Cultura Económica, 1969.
Larroyo, Francisco, Historia. Formas. Temas. Polémica. Realizaciones. México, Colección Sepan Cuántos, Editorial Porrúa, 1978.
Poesía neoclásica y académica. Sel. e introducción Octaviano Valdés, Biblioteca del estudiante universitario No. 69, México, unam, 1946.
Ramírez, Ignacio, Obras completas, Tomo iv “Estudios literarios y poesías. Poemas y apuntes inéditos”’, pról. José Luis Martínez, México, Centro de Investigación científica Jorge L. Tamayo, A.C., 1987.
Ramos, Samuel. Historia y filosofía de México, México, conculta.
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