Reforma
Gabriel Zaid
28 Dic. 08
Los ciudadanos participan en la vida política (si participan), en primer lugar, como votantes que no entienden bien la información oficial o periodística, pero van a las urnas, frente a millones que ni se toman el trabajo de votar.
Un segundo grado de participación, menos frecuente, consiste en identificarse con personajes y partidos, como los espectadores que no practican un deporte, pero siguen las peripecias de sus equipos favoritos, y en ocasiones se apasionan hasta la violencia.
Todavía son menos los que entran formalmente a un partido, si no es como requisito para hacer carrera. Los que se afilian como simples voluntarios pronto descubren que son usados por los dueños del negocio: los militantes, burócratas y funcionarios públicos que hacen carrera de buscar el poder y sus ventajas; y cuyo servicio público, cuando son institucionales, consiste en crear oportunidades de poder, para sí mismos y para repartir.
Pocos escriben a los periódicos o a las autoridades para señalar errores, denunciar abusos o dar su opinión; aunque el número parece estar creciendo, a pesar de que, en la práctica, el efecto suele ser nulo, cuando no negativo.
Pero no es tan escaso el deseo de participar. Hay un millón de ciudadanos dispuestos a ser movilizados como voluntarios para los trabajos organizados por el IFE, cuando hay elecciones; o a desfilar por convicción, no por los pagos en especie o dinero, ni por la obligación de pasar lista ante quienes los pueden perjudicar. Y son decenas de millones los que se mueven por su cuenta o en grupos reducidos, para atender solidariamente a otros, al margen de los partidos y el gobierno.
La falta de confianza, de información y, sobre todo, de canales adecuados impide la participación. No es fácil que los ciudadanos se interesen en lo que ni siquiera entienden, y en ese caso están las Grandes Cuestiones destacadas por la prensa y la propaganda. En el otro extremo están las pequeñas cuestiones de las cuales sí entienden, pero en las cuales no pueden intervenir.
Sería bueno que cada ciudadano entendiera bien las Grandes Cuestiones y se formara su propia opinión, antes de votar. Pero es difícil. No todos tienen la preparación o el tiempo necesarios para leer y digerir todo lo que hay que saber. Votan en gran parte a oscuras, como los diputados y senadores aprueban o rechazan leyes que no entienden, a pesar de que supuestamente se dedican a estudiarlas a tiempo completo y pueden pagar asesores y viajes al extranjero para informarse mejor. Los funcionarios están en el mismo caso. Si fueran sometidos a pruebas de conocimiento de las infinitas leyes que promueven, aprueban y deben hacer cumplir, reprobarían.
Ni los que se dedican a informar están bien informados. La prensa tiene malicia política, pero no muchos reporteros que entiendan de cuestiones legales, económicas, agrícolas, petroleras, aeronáuticas, militares, empresariales, culturales, etc. La propaganda del gobierno y los partidos prefiere hacer comerciales, y ¿cuánto informan veinte o treinta palabras? Los tecnócratas mismos no saben tanto como se supone, ni están dispuestos a reconocer su ignorancia. Consideran indeseable y hasta peligroso que haya ciudadanos informados con opiniones propias.
En el otro extremo, millones de mexicanos saben perfectamente qué está mal en esto y en aquello. Lo saben por experiencia: lo han vivido, pero no pueden intervenir. Se trata siempre de cuestiones concretas, despreciadas por los que andan en las nubes de las Grandes Cuestiones y viven de las Grandes Cuestiones.
Los que supuestamente saben, porque están en el poder, o porque tienen doctorados y dominan las ciencias del pizarrón, no están para pequeñeces. Hablarles de un foco fundido, una zanja mortal, un trámite ridículo, un extorsionador en la ventanilla 27, un inocente que denunció un delito y fue arrestado, un medicamento que no hay, una señal de tránsito equivocada, un recibo de luz que es un robo, un maestro irresponsable o abusivo es una ofensa a su dignidad.
No son los ciudadanos, sino los funcionarios, los que están mal informados del país en que viven. Pero hacerles ver esto o aquello es dificilísimo. Casi no hay más recurso que el amparo: una vía desproporcionada, costosa, fuera del alcance de la mayor parte de los ciudadanos y que le sirve únicamente (si le sirve) al que se amparó, no a los demás que están en el mismo caso. Los grupos de vecinos, de consumidores, de víctimas de la inseguridad o de afectados por los servicios y poderes públicos no están facultados para intervenir. Tienen derecho a votar, pero no a meterse en lo que sí les importa.
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