INTERLOCAL
Javier Otaola
El 4 de enero de 2007
Del mismo modo que no podemos dejar la actividad económica a merced de las solas fuerzas del mercado, tampoco podemos dejar nuestra conciencia colectiva en manos de las ciegas inercias sociales, de los diferentes narcisismos tribales y comunitarios. La democracia y su ideal cívico -político tienen un contenido utópico porque no son naturales.
La ciencia, como el derecho, la técnica, y hasta el erotismo, la gastronomía y la buena educación pretenden ir mas allá de lo natural. La democracia por lo tanto también es artificial porque es un arte, es decir un artificio que pretende introducir racionalidad allá donde no hay sino materia bruta; si bien al día de hoy sabemos que la mejor racionalidad es aquella que tiene en cuenta la acción de los factores irracionales, pero no para rendirse ante ellos, sino para dominarlos.
A pesar de la aparente hegemonía del discurso cívico-político, que predomina en nuestra teoría política, nuestra práctica está sin embargo atravesada por la tentación esencialista de tipo herderiano, de identidades compactas, de voces ancestrales y de casticismos mas o menos razonables.
Seguramente ese magma sentimental de lo identitario no pueda ser simplemente negado porque todo sentimiento reprimido es doblemente peligroso, habrá que hacerle por lo tanto un sitio, pero por otro lado es preciso tener siempre bajo vigilancia la tentación del casticismo político y mantener mas vivo aún un racionalismo cívico-político de lo universal, lo indiferenciado, lo simplemente humano. De esa manera haremos imposible las identidades restrictivas, y serán en cambio más viables los mestizajes culturales, la herejía, la originalidad y la heterodoxia, en suma, será mayor nuestra libertad personal.
Siempre he sentido una especial admiración por la tradición política francesa de raíz ilustrada porque encuentro en su concepción de la "virtud republicana" y en la ética de los Derechos del Hombre y del Ciudadano una de las cotas de civilización más ambiciosas soñadas por los seres humanos, que trasciende incluso el marco de lo puramente franco-francés y se convierte en un nivel de civilidad al que podemos y creo que debemos aspirar todos los seres humanos sin tener por ello que renunciar a aquellos particularismos que sean compatibles con ese nivel.
A mi juicio esa genialidad política consiste en pretender un orden político que no se limite a ser una mera exaltación o celebración de la comunidad sobre la que se funda, sino que va mas allá: pretende establecer un poder público al servicio de los ciudadanos individualmente considerados y en su condición de tales y no tanto en función de su identidad nacionalitaria, étnica, de clase o religiosa. Conforme a ese propósito el centro y fundamento de lo político, no es por lo tanto ninguna esencia colectiva, ni el "ius sanguinis", ni la adhesión a una fe revelada por muy verdadera que esta sea , ni por supuesto la gloria de una dinastía o la hegemonía de una etnia sino la realización material y moral de un ideal de convivencia.
La virtud democrática, que podríamos llamar la virtud cívica por excelencia sería esa capacidad para hacer abstracción de nuestras pertenencias particulares, sin renunciar a ellas, para poder hacer uso en el ámbito de lo político de la sola condición de ciudadano en términos de equidad con los demás ciudadanos. Toda la tradición política europea es en cierto modo un largo y problemático proceso de separación del poder político de la parcialidad pertenencial: tribal, feudal, étnica, confesional….en un esfuerzo permanente aunque incompleto de generalización.
Es cierto que lo natural, lo inicialmente dado es la consideración gregaria del hombre según la cual éste no es sino la manifestación de la totalidad a la que pertenece. La virtud cívica se funda precisamente en la convicción contraria a esa naturalidad, tal y como afirmara Renan, es decir, en la capacidad de hablar y de sentir sin dar muestras inmediatamente de nuestra circunstancia, o sin estar necesariamente determinados por ella. ¿ Significa eso que no cabe ninguna celebración comunitaria ? ¿Que toda identidad colectiva es en última instancia racista y excluyente? ¿Es ilegítimo siempre el sentimiento de pertenencia?.
No. Sólo su malversación política.
La demagogia embriagadora del "nosotros " comunitario no está hallando frente a sí un discurso cívico suficientemente matizado y articulado que permita, de un lado poner al descubierto la interesada manipulación emocional y simbólica de los afectos culturales, étnicos y religiosos, y que por otro lado habilite un espacio social - no político - en el que esos afectos tengan su ámbito propio para manifestarse.
Puede ser que el "shock" del pluralismo, la aparición de la multiculturalidad, el estallido de valores de este tiempo histórico haya provocado un cierto sentimiento de inseguridad psicológica y moral en todos aquellos que fundan su propia identidad, casi en exclusiva, en una determinada identidad colectiva, lo que debilita sus referentes de plausibilidad; es de nuevo el síndrome de miedo a la libertad al que se refería Eric Fromm, que tan terribles efectos provocó en los años 30 del siglo XX europeo.
Frente a ese síndrome la respuesta no puede ser desde luego el abandono fatalista, pero tampoco la mera oposición conceptual y doctrinaria de la racionalidad económica y jurídica, es preciso también saber suscitar y renovar una nueva emoción de lo público que llene la vida política de sentido de tal manera que no puedan ser resucitados los viejos fantasmas del casticismo político: Viriato y Vercengetorix, Juana de Arco y el Cid Campeador, Jaun Zuría y Aitor, Santiago Matamoros y su caballo blanco, la Virgen del Pilar que-no-quiere-ser-francesa o la Moreneta ,
No se trata de anatematizar el gusto por lo típico, pero sí de huir de toda política del "tipismo" dándole campo sin embargo en el ámbito de lo cultural y social. Del mismo modo que el liberalismo del XIX promovió, en aras de la libertad personal la separación de la Iglesia y del Estado - del Trono y del Altar -sin negar por ello el derecho individual a vivir la propia fe, entiendo yo que la libertad personal, exige de nuevo separar el poder político de todo casticismo étnico.
Frente a este discurso de la ciudadanía y de la preeminencia del individuo se levantan en Europa nuevos discursos políticos como el de Le Pen, el Vlaams Blok en Bélgica, Jörg Haider en Austria, Rossi y el sueño padano, Gianfranco Fini en Italia… con una teología política de las esencias colectivas. Si realmente consideramos un logro irrenunciable la idea misma de los Derechos del Hombre y del Ciudadano con todo lo que ellos significan de nivel de civilización moral y jurídica no podemos mirar con indiferencia la visión zoológica de la política. No es casualidad que la consigna de Bruno Mégret ideólogo del Frente Nacional sea precisamente la de "rescatar la política del dominio de la ideología de los derechos del hombre". Nuestra tarea como demócratas es precisamente la contraria: no permitir que la violación o la ignorancia de esos derechos pueda ser rentabilizada políticamente por ninguna ideología política.
La cultura de la ciudadanía como forma de entender la política exige inexcusablemente una cierta virtud personal consistente en que cada uno de nosotros sepa distinguir el doble plano en el que inevitablemente tenemos que movernos en una sociedad plural; de un lado el ámbito de las inevitablemente arriesgadas opciones personales sobre cuestiones de sentido o de pertenencia, que difícilmente admiten verificaciones o falsaciones empíricas, y otro plano en el que se desenvuelve el diálogo civil y el discurso legislativo en el que no podemos dar por válido - ni siquiera por inteligible - sino aquello precisamente sometido a verificación y falsación ante los ojos de todos.
Sólo si logramos hacer vigente, conceptual y emocionalmente, esta virtud civil entre nosotros podemos encarar con esperanza el nuevo siglo que pronto vamos a estrenar en el que la multiplicación de pluralismos en todos los órdenes: religioso, estético, filosófico y cultural va a hacer de la ciudadanía no simplemente un expediente administrativo de la nacionalidad sino un imperativo de convivencia, ese punto de encuentro de todos sin el que cual el pluralismo se transforma en desintegración y la unidad en opresión.
La tradición democrática europea, si ha de sobrevivir en este siglo XXI, deberá centrarse en la construcción de una ciudadanía política, liberada, separada, independiente de las querencias pertenenciales que cada uno de nosotros albergue en su corazoncito. Insisto, no se trata de negar la realidad psicológica, afectiva y simbólica de esas querencias; no me parece prudente ignorar la realidad de las fuerzas irracionales que nos constituyen y perder de vista las pulsiones mas o menos telúricas que las alimentan, el siglo XX que dejamos atrás nos ha permitido observar la capacidad destructiva que poseen esos fenómenos.
Del mismo modo que no pueden ignorarse las creencias religiosas que estructuran y dan sentido a aquellos que se adhieren a las mismas, que esperan consuelo o salvación de esa adhesión, tenemos que encontrar una manera razonable de contar con lo irracional; todos hemos aprendido - y no ha sido un aprendizaje fácil - a separar nuestras adhesiones religiosas - positivas o negativas- de nuestra lealtad política. Nuestros antepasados que vivían un mundo explicado por la Religión y articulado por las Iglesias encontraban en la pertenencia religiosa una identidad colectiva esencial si la cual era imposible construir un "nosotros" políticamente coherente. De ahí la ruptura política que introdujo la Reforma en las formas políticas y jurídicas de lo que hasta ese momento se entendía como unidad indisoluble del "trono y del altar".. De ahí la lógica solución del "cuius regio, cuius religio": La religión del Rey, la religión del Reino. ¿No consideramos hoy absurdo. al menos en el contexto de la tradición política europea - la necesidad de homogeneidad confesional de la ciudadanía como justificación de la unidad del Estado ?
Una concepción cívica de la política, al día de hoy, nos plantea la necesidad de apalabrar un entendimiento de la lealtad política, separado e independiente la las querencias pertenenciales, de las identidades comunitarias o nacionalitarias. Se trata simplemente de despolitizar esas voces, de evitar la malversación de esa afectividad por parte de las opciones partidarias, los líderes carismáticos o la fácil demagogia de los sentimientos.
La invención de la ciudadanía en 1789 supone algo mas que la reivindicación de unas garantías frente a los poderes públicos: lleva implícita una concepción nueva del contrato social que justifica la condición misma de ciudadano. Esa justificación ya no puede venir dada por la consanguinidad comunitaria o la pertenencia identitaria: la ciudadanía es ella misma nuestra identidad política mas preciada, la que nos justifica como seres autónomos, la que nos rescata de la condición de súbditos y la que nos permite buscar la felicidad según nuestras propias luces y no simplemente según nuestra tradición identitaria. La ciudadanía nos garantiza incluso la libertad frente a las pulsiones posesivas de nuestra comunidad, nos da el derecho de ser originales, la de ser herejes, heterodoxos.
Nada nos priva por otra parte de arraigarnos si así lo deseamos en una identidad colectiva determinada del mismo modo que nada nos impide vivir la fe religiosa de nuestra elección con la pureza o la intensidad que cada uno de nosotros desee, pero el poder político no está legitimado para instituirse en garante de una religión ni de una identidad por muy tradicional que esta sea.
En este tiempo las únicas identidades que son convivibles y compatibles con nuestra postmodernidad política y jurídica son aquellas que huyen de todo fundamentalismo. La fórmula sería la que nos propone Andrés Ortiz-Oses, en el prólogo a "La identidad Colectiva: Vascos y Navarros" de Josetxo Beriain: "Entre la identidad absoluta o dogmática y la inidentidad vaciada o anulada, puede hablarse de una identidad simbólica, abierta y relacional" Esa identidad relacional y abierta es relativista, dinámica y no estática, mestiza y no purista, dialogal y no simplemente tradicional, es la única que libera al poder político de cualquier pretensión de "ingeniería identitaria" mas peligrosa aún que la ingeniería genética.
Si somos capaces de colocar en el centro de nuestra vida política la ciudadanía y su discurso cívico, lo identitario encontrará su sentido en el ámbito de lo personal y social y quedará definitivamente atrás la tentación de la xenofobia, la limpieza étnica, los conflictos simbólicos y demás manifestaciones de la obsesión por la identidad.
Para poder arribar a ese escenario es decisiva la educación, una pedagogía social e institucional que articule el entendimiento de lo político sobre el eje de la ciudadanía, que no exaspere los sentimientos colectivos y que evite radicalmente su manipulación política.
Javier Otaola noviembre 2004
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