martes, 12 de mayo de 2009

México después de la influenza

Ricardo Rocha
El Universal

12 de mayo 2009


Suponiendo que todavía existamos. Suponiendo que todavía habrán de pasar semanas y tal vez meses de una batalla estoica y desgastante. Suponiendo que, pese a su terquedad, el virus acabará por ser dominado. Suponiendo que podremos dejar de pensar en la epidemia para atender otras cosas que también tienen que ver con la supervivencia.

Suponiendo que todos esos supuestos se cumplen, la pregunta obligada es: ¿qué vamos a hacer después de la influenza?

Hay mucho: necesitamos curar heridas y fracturas donde las haya; en la economía, en la política, en nuestra compleja sociedad en su conjunto; urge generar empleos; atender a los pequeños y medianos damnificados y reactivar a los sectores —particularmente el turístico— con programas audaces e imaginativos. En pocas palabras, evitar el colapso. Porque el país, todo, está en un grave riesgo.

Si alguien piensa que exagero que se de una vueltita. Igual por el otrora esplendente Caribe mexicano que por La Piedad, Michoacán, capital mundial de las carnitas. El espectáculo es desolador igual en hoteles fantasma que en ranchos abandonados

A nivel macro, la cosa está de angustia: la disputa por el pronóstico es deprimente; las fuentes oficiales dicen que decrecemos sólo hasta 5%; las extraoficiales que nos hundiremos a 7% o más. Igual si se perderán 500 mil o hasta 700 mil empleos adicionales en lo que resta del año. Añada usted una inflación galopante y siéntese a esperar un estallido social. Como dicen los clásicos: del nabo.

Esos son los grandes desafíos. Pero además están otros retos relativamente menores pero exponencialmente riesgosos. La influenza nos desnudó un México frágil: nuestro sistema nacional de salud es antediluviano, carece de laboratorios e instituciones fabricantes de vacunas para enfrentar epidemias; nuestras escuelas no dan clases, dan lástima; 23 mil sin sanitarios, 26 mil sin agua, aunque el gobierno diga que ahí se las arreglen como puedan.

Es imprescindible atender esas emergencias. Pero la carta veraniega a Santa Claus implicaría también otras esperanzas: una gran convocatoria nacional que —aprovechando la inercia de las obligadas coincidencias por la influenza— nos obligaría a cambios históricos; la revisión de un modelo económico que lleva 20 años produciendo cada vez más pobres; el entendimiento de una vez por todas de que la pobreza no es un asunto de conmiseración sino de mercado; a nadie nos conviene que haya tantos pobres, porque luego quién compra; la pobreza seguirá teniendo un costo económico gigantesco para el país mientras siga siendo subsidiada; lo que hay que crear es la generación de riqueza a partir de la pobreza.

Sí, sí, ya se que todavía no es diciembre.

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