Por: Saúl Arellano | Opinión
Domingo 10 de Agosto de 2008 | Hora de publicación: 11:29
La violencia es quizá el fenómeno que en mayor grado atenta contra la cohesión social, contra la integración de las familias, y en efecto, en contra de la posibilidad de un adecuado desarrollo individual y colectivo de las personas. La violencia es, en ese sentido, un posible elemento de disolución de los vínculos afectivos, de solidaridad y apoyo mutuo de las personas.
La brutalidad que estamos presenciando en nuestro país en términos de una violencia que está presente por todos lados, no es sino la consecuencia y a la vez el principal síntoma de la descomposición política y social que hemos vivido desde la década de los 90 y que ha tomado tintes realmente de catástrofe nacional.
El asesinato del cardenal Posadas Ocampo, y posteriormente los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu, marcaron momentos de inflexión en nuestra historia reciente. El primer caso, porque fue la primera gran “alerta” sobre los niveles de presencia y capacidad de movilización del narcotráfico. Los segundos, porque hicieron evidente que la “nomenklatura” era una fuerza invisible, pero realmente existente, que estaba disputándose los espacios de decisión y con ellos, la conducción de un modelo de desarrollo diseñado para la acumulación, la rapacidad y el beneficio de unos cuantos.
Lo que hemos presenciado a partir de la traumática década de los 90, pasando por Aguas Blancas y Acteal, no es sino un conjunto de distintas manifestaciones de la violencia del crimen y de la política, las cuales se agudizaron profundamente a partir de la crisis económica de 1995, la que llevó también a una violencia social producida por un incremento dramático en los niveles de desigualdad y de pobreza a lo largo y ancho del país.
Sin duda alguna, la valoración que hiciera el Concilio Vaticano II hace ya varias décadas, en el sentido de que la desigualdad y la pobreza en la década de los 60 constituía literalmente un escándalo inaceptable, palidecería en nuestros días y obligaría a pensar en otros adjetivos que permitieran, por una parte mostrar la dimensión de lo que hoy vivimos, y al mismo tiempo mostrar la indignación y el reclamo justo ante lo que hoy ya no debe ser más.
La violencia contra los niños y contra las mujeres, en todo momento reprobable, ha llegado a extremos que deben disminuirse y frenarse ya. Ninguna sociedad puede permitir que las familias y las relaciones sociales estén amenazadas todo el tiempo por el abuso y el maltrato; y la nuestra está “dinamitando” los puentes sociales y con ello, la posibilidad de cimentar y avanzar en un movimiento permanente hacia el futuro, una sociedad plenamente convivencial.
Todos estos elementos son indispensables para comprender que para nuestro país es urgente modificar el modelo de desarrollo que hemos asumido desde la década de los 80; modelo que no sólo tiene como base la libre competencia y el libre mercado en lo económico, sino sobre todo, el olvido y la retirada de las instituciones públicas de la mayoría de las áreas sociales.
El modelo de desarrollo apuesta por el libre juego de las variables económicas, reduciendo al Estado y sus instituciones, en todas las dimensiones de lo social, a la generación de simples tareas de “fomento”, como si no hubiese áreas estratégicas, y por ello prioritarias, de las cuales dependen en buena medida las capacidades de competitividad, de bienestar, de equidad y por qué no decirlo, de posibilidades de felicidad para las personas y sus familias.
El Estado mexicano y sus instituciones han renunciado, en ese sentido, a la posibilidad de generar infraestructura y capacidades para las humanidades y las artes, y paralelamente no han generado siquiera alternativas reales para el tan promovido “fomento” de la iniciativa privada para que de manera supletoria, pudiera coadyuvar o complementar las tareas de los gobiernos, en todos sus órdenes y niveles.
De manera simultánea vivimos una tragedia educativa frente a la cual debemos comenzar a exigir que ésta deje de ser vista sólo como un instrumento generador de competencias laborales, y construir una mirada ampliada para comprender que es a través del proceso de formación educativa como podemos aspirar a una sociedad con proyectos comunes, solidaria y con capacidades para el pleno disfrute de la vida.
La comprensión de la belleza; la posibilidad de la apreciación de ciertos criterios estéticos; la capacidad de sorprenderse ante una obra de arte, ya sea en la pintura, en la música, en la escultura o en cualquier otra de sus expresiones, depende sin duda de dos elementos: uno, el de la educación y, dos, de la disponibilidad de espacios y de una oferta que pueda abarcar a todos los gustos, inquietudes y demanda de las poblaciones.
En esa lógica, no basta con la existencia de teatros o la construcción de suficientes eventos para que todo el año pueda contarse con una oferta de servicios culturales de calidad; se trata también de generar las capacidades individuales y colectivas para que la población, en lo general, pueda valorar e interesarse en asistir y presenciar eventos de alto valor artístico y cultural.
Sólo por citar un caso, en San Miguel de Allende, ciudad reconocida recientemente como Patrimonio Cultural de la Humanidad, se está desarrollando desde el 31 de julio y hasta el 17 de agosto, el Festival Internacional de Música de Cámara, uno de los más importantes del mundo, y el cual cuenta con la participación de artistas de talla mundial. En este Festival, tuve la oportunidad de asistir a la presentación del Cuarteto Arveiros, integrado por cuatro talentos jóvenes de nuestro país, ellas y ellos con una importante trayectoria en México y a nivel internacional. Sin embargo, en la soberbia interpretación que hicieron de la Pequeña Misa Solemne de Rossini, el Teatro Ángela Peralta estuvo apenas medio lleno, y en su gran mayoría por un auditorio formado por personas extranjeras.
Menciono el hecho porque en el señalado contexto de violencia que vivimos es urgente que desarrollemos poderosos instrumentos a fin de generar capacidades para las personas y sus familias, a fin de abrir la posibilidad de la apreciación de una sensibilidad distinta; capacidades para poder conmoverse frente a lo bello, y por supuesto, horrorizarse frente a la violencia y los actos de brutalidad que hemos presenciado en los últimos años y que ocurren cada vez con mayor frecuencia y cada vez en más lugares de la República. Estoy convencido de que el desarrollo de capacidades culturales para todos es una de las vías poco exploradas para generar una mayor cohesión social.
En esa lógica, voltear la mirada hacia el arte debe ser un ejercicio, no de evasión, sino de elección por un modelo de vida distinto; un modelo de vida que genere capacidades de tolerancia; de aceptación de la diferencia; de construcción de cuantas visiones-mundo puedan darse.
El arte y sus manifestaciones son un maravilloso espacio para el encuentro, para el diálogo inteligente, para el intercambio de emociones y sentimientos sublimados; y no hay nada peor para una sociedad que desde sus propios gobiernos estos espacios no sean suficientemente apoyados, promovidos y alentados con todos los recursos que sea posible.
Construir un teatro puede ser visto por los tecnócratas como un gasto suntuario o como un ejercicio presupuestal poco racional y que en poco abona a la competitividad económica; sin embargo, el espíritu universal y la capacidad de generar belleza que un recinto así puede albergar, rebasa con mucho una visión de la vida que sólo es capaz de percibir números, gráficas y racionalidad medible en variables económicas.
El arte es sin duda alguna una de las alternativas más poderosas que tenemos para combatir, prevenir y erradicar la violencia. Volteemos la mirada hacia ese lado de la vida, y permitámonos nuevas alternativas en nuestras visiones de lo que es el desarrollo y el bienestar. La apuesta bien vale la pena, sobre todo si consideramos, en un escenario pesimista, que peor que hoy difícilmente podremos encontrarnos.
sarellano@ceidas.org
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