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Rogelio Macías Sánchez
Redacción/Cambio de Michoacán
Martes 14 de Agosto de 2007
San Miguel Allende es una población muy interesante en su conformación social. Su población de base es como la de cualquier ciudad del Alti- plano mexicano: mestiza, con clases sociales claramente marcadas, con sus realidades económicas y culturales, y también con sus pretensiones.
La hace diferente, desde hace muchos años, un grupo migratorio muy grande de norteamericanos retirados que conforman hasta el diez por ciento de la población, pero que no representan competencia laboral. Es más, generan fuentes de trabajo, pero han modificado algunos patrones de cultura de la región.
Hay además, emigrantes en edad productiva y trabajando en actividades diversas, extranjeros y mexicanos. Sin embargo, San Miguel Allende es una ciudad muy mexicana.
El Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) ha sido desde su creación en los años 20 del siglo pasado, el órgano rector del arte en México y una de las críticas que se le han hecho siempre ha sido su centralismo.
Pero ha habido una excepción. Desde 1970 tiene una «sucursal» en San Miguel Allende, la única en el país, que se maneja conforme a los lineamientos del centro pero con una notable autonomía administrativa y económica.
Desde su fundación y hasta el 2004 la dirigió Carmen Masip, una linda y culta española inmigrada con motivo de la guerra civil en su país, que después casó con un inglés, culto también e inquieto, Mr. Hawkins. Ellos convocaron a los ricos del lugar para, a través de un patronato privado, unir fuerzas con el INBA y crear un evento universal y trascendente de cultura musical. A este llamado acudieron muchos, pero casi sólo norteamericanos, y su líder por años fue Tom Sawyer.
Así se creó el Festival de Música de Cámara de San Miguel Allende, que es una de las instituciones culturales más sólidas en el ambiente musical de nuestro país. Sus principios irrenunciables fueron la calidad excelsa, la seriedad absoluta en cumplir lo ofrecido y la austeridad, pues nunca hubo oropel, ni de gratis.
Además, y primero que nada, ha estado presente la labor educativa de alto nivel. Una enorme fuerza de trabajo son sus voluntarios, que son muchos y prácticamente todos norteamericanos, como el público, que casi siempre llena el teatro. Ahí se han presentado los cuartetos Fine Arts, el de Tokio, el de San Petesburgo, el Latinoamericano, el Emerson, el Ying, el Penderecki, el Ensamble de las Rosas, los tríos Borodin y de Budapest, entre muchos otros, además de notables solistas, mexicanos y de otras naciones.
Los tiempos han cambiado. Murieron los fundadores y ahora los organizadores son otros, aunque siguen siendo norteamericanos. También es otro público. Se conserva el mismo esquema organizativo pero el ambiente se ha relajado y eso no necesariamente es bueno. El público ya no viste bien para estar en la música. Las veladas no inician puntuales y no es raro que los programas se cambien sobre la marcha.
Dejan entrar niños muy pequeños y permiten el acceso durante la interpretación de las obras. Hay más público, mexicano, que entra sin saber a qué va y por supuesto que se sale a medias. Al principio de cada programa, el presidente del consejo toma el micrófono para presentar al grupo en turno, pero aprovecha para dar información, hacer algunas bromas, comentarios desinformados e, incluso, proponer que se aplauda entre los movimientos.
Por fortuna no tuvo muchos seguidores. Pero todo esto es un cambio de actitud social, iconoclasta, postmoderna, pero creo que no será buena, a largo plazo, para preservar la calidad depurada y de excepción que siempre caracterizó a ese festival.
Y bien, volviendo a los conciertos, que son la razón de ser del festival mismo y de nuestras peregrinaciones, el miércoles 8 de agosto se dio uno con carácter especial. Fue en el Santuario de Atotonilco, reabriendo la Capilla del Calvario después de diez años de restauración.
Estuvo a cargo del Cuarteto Rossetti y presentaron un programa con el Cuarteto K499 de Mozart, dos valses de Dvorák, el Cuarteto de cuerdas de Debussy y un encore, el Adagio del cuarteto de cuerdas opus 105, también de Dvorák. La acústica, estupenda, nos permitió casi disecar cada sonido individual, sin aislarlos del conjunto. La ejecución fue estupenda y la interpretación también, muy enérgica y por momentos hasta sonando rasposa, pero, quizá por ello, tremendamente emotiva. El encore, conmovedor.
Al día siguiente, el jueves 9 de agosto, el concierto se dio en una bodega del Rancho La Loma, propiedad magnífica a cinco kilómetros de San Miguel. Estuvo a cargo del Quinteto de Alientos Imani.
El programa, salvo el Scherzo del Sueño de una noche de verano de Mendelssohn con que abrieron, fue muy alternativo. Siguieron con Shadow, pieza compleja del compositor Narong Prangcharoen, que consiste en fragmentos de canciones tailandesas tratadas con los principios de la música clásica occidental y con un programa externo psicopático.
De Valerie Coleman, la flautista del conjunto, siguió el Concierto para quinteto de alientos, de motivación afrocubana y trabajo compositivo complejo y moderno. Después del intermedio vino Fuga en estéreo de Piazzola, pieza sensacional por su sentimiento y enorme trabajo académico: un tango y una fuga muy elaborados.
De Manuel de Falla nos trajeron tres piezas españolas, cuya adaptación para el quinteto de cuerdas es desafortunada, pues De Falla, al fin y al cabo, es un impresionista, cuya música cobra sentido cabal con los colores y timbres originales.
Cerraron con una pieza muy sentida, Fe, también de Valerie Coleman, y un encore muy lucido que tocaron entre el público. No sé el nombre ni el autor, pero enloquecimos, como fue todo el concierto, por la calidad y entrega del Quinteto Imani.
Para los dos conciertos finales el festival regresó a su casa, el Teatro Ángela Peralta. El viernes 10 de agosto se presentó el Cuarteto Brentano, dos mujeres y dos hombres jóvenes. El programa abrió con la adaptación para cuarteto de cuerdas de cuatro madrigales de Claudio Monteverdi.
Le suprimieron los textos lamentosos y le dejaron todo el peso dramático a la música, la cual, con su simpleza y monotonía, aburre. Vino después el Cuarteto K589 de Mozart, que, además de ser una obra de sabiduría musical extrema, conlleva un cierto sentido de resignación. Es el penúltimo de sus cuartetos.
La interpretación del Cuarteto Brentano se dio sin pena ni gloria, sin emoción. Todo lo contrario fue con el Cuarteto opus 127 de Beethoven, que es también una obra del final de su vida, parte medular de su testamento musical, pieza visionaria del modernismo y una confesión íntima de su vida entera, particularmente el segundo movimiento. La interpretación fue sublime, emotiva, nos cerró la garganta por un llanto contenido y se quedó en nuestra memoria para siempre.
Al día siguiente, el sábado 11 de agosto, el festival cerró con un programa en el que participaron dos cuartetos, el Brentano y La Catrina, de nuestros conocidos del Conservatorio de las Rosas. Primeramente, el Cuarteto Brentano tocó el Cuarteto número 64 de Haydn, característicamente haydiniano, de perfección clásica e igual a todos los demás. Bien lo sacó el Cuarteto Brentano. Se agregaron el violista y el violonchelista de La Catrina para tocar el Sexteto de Brahms, larga obra de romanticismo desgarrado y enorme trabajo contrapuntístico que permitió el lucimiento de la gran calidad de ejecutantes de todos los seis. Impresionante. Hubo un intermedio y se juntaron los dos cuartetos para ofrecernos el Octeto de Mendelssohn, obra literalmente maravillosa, de cuando su autor tenía dieciséis años, que recibió la interpretación que se merece.
Hubo un encore por parte de La Catrina y así terminó el XXIX Festival de Música de Cámara de San Miguel Allende
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